martes, 6 de julio de 2010

cine de medianoche

Un par de pelos roñozos siguen en la posición, su frente seca los encuentra pegados a ella. Su caminar persigue los mismos pasos que nunca volvieron.

Este viento, esta tormenta de viento, lo lleva a la orilla de un día, más bien de una noche, cuando la lluvia furiosa bofeteó las caras, los pensamientos y los deseos, cuando la distancia de los años lo miró a los ojos burlándose, aullando el imposible, arrebatando la sonrisa fresca que retorcía en su garganta, sus labios que amargos la miraban alejarse en medio de unas olas bellas, del agua bella, de un puerto bello, de una noche eterna.

A la orilla de un horizonte oscuro intenso, dejó la mitad del corazón mugriento a la espera de un languetazo de amor que nunca llegó, que nunca exigió. Pero le corrospondía. Esa era su certeza. Le correspondían sus manos, sus caderas, sus cabellos, su quehacer, su humedad. Ya eran propios.

Pero lo propio lo heredó de una vuelta a la manzana en una borrachera, en una cuneta perdida, en un pésimo poema.

El viento vuela sus pelos, mientras la curva de su espalda le persigue. Sigue allí en esa orilla, buscando el brillo del mar en la ola, en la chispa del estallido de la sonrisa blanca y amplia.

El ciclo se había puesto de pie.