lunes, 26 de julio de 2010

Hambre

Recorría las calles de siempre. Frías en las mañanas. Cemento pálido, astringente, ajeno.
Las calles cambiaban durante el día, igual que el cuerpo. Las calles son el cuerpo de la ciudad, las venas, las arterias que colapsan cada cierto tiempo llenándose de nosotros, escupiendo almas, recortando pasos. Ese medio día, luego de la lluvia, el cemento reflejaba sus dientes.
Como todos los días luego de la lluvia, el viento fresco quemaba las mejillas, igual que cuando se llora por desconsuelo, cuando se llora por un dolor eterno y profundo y no sabes dónde se ubica en el cuerpo, pero se vive punzante y quemante en la pupila siempre, en el reflejo del ojo... hasta que explota en lágrimas.
El viento pintaba las esquinas y los autos, los autos bellos y lujosos de la cuidad, parecían escarabajos claros, gordos y brillantes de limpios. Dentro, también conducían gordos escarabajos, manipulando el camino a su antojo, chorreando babas de estupor por la vida. En una mano el volante, en la otra el espejo retrovisor transmutando la historia que iba pasando como película porno barata, patética.
Los autos de la ciudad hacían de fondo de un escenario incipiente, los autos modelos eran el contraste de la vida en serio que veía en las calles que recorría.
Las calles cambian como el cuerpo, su cuerpo había cambiado tanto, su cuerpo ha de cambiar tantas veces más.
Mañana, tarde y noche, noches largas, noches solitarias, tardes gélidas, atardeceres de sobrevivencia. Otra mañana más, despertarse, juntar los tarros y seguir recorriendo calles.
Su cuerpo esta vez enjuto por la carencia, por la estrechez, como papel de volantín se deja llevar por las esquinas en ventolera.
Seguía siempre el sentido de su oído izquierdo.
En la noche había perdido un diente, pensó que era un sueño, pero no era una promesa.
Desdentada se sentó en la cuneta a recibir el viento, congelada las orejas, masticaba sus propias asperezas y soltabas sus últimas quejas.
En vano, la siguiente noche durmió llamando al ratón para que esta vez le arrancará lo que le quedaba de razón.

martes, 6 de julio de 2010

cine de medianoche

Un par de pelos roñozos siguen en la posición, su frente seca los encuentra pegados a ella. Su caminar persigue los mismos pasos que nunca volvieron.

Este viento, esta tormenta de viento, lo lleva a la orilla de un día, más bien de una noche, cuando la lluvia furiosa bofeteó las caras, los pensamientos y los deseos, cuando la distancia de los años lo miró a los ojos burlándose, aullando el imposible, arrebatando la sonrisa fresca que retorcía en su garganta, sus labios que amargos la miraban alejarse en medio de unas olas bellas, del agua bella, de un puerto bello, de una noche eterna.

A la orilla de un horizonte oscuro intenso, dejó la mitad del corazón mugriento a la espera de un languetazo de amor que nunca llegó, que nunca exigió. Pero le corrospondía. Esa era su certeza. Le correspondían sus manos, sus caderas, sus cabellos, su quehacer, su humedad. Ya eran propios.

Pero lo propio lo heredó de una vuelta a la manzana en una borrachera, en una cuneta perdida, en un pésimo poema.

El viento vuela sus pelos, mientras la curva de su espalda le persigue. Sigue allí en esa orilla, buscando el brillo del mar en la ola, en la chispa del estallido de la sonrisa blanca y amplia.

El ciclo se había puesto de pie.

jueves, 1 de julio de 2010

viento caliente en medio de la sala

Se dejó caer como objeto de evaluación. Sabía que así se liberaba. Se dispuso a escuchar, cerró los ojos.

La bicicleta pausada por la senda, hacía volver su cabeza que con miedo alargaba el cuello para mirar fijo hacia el abismo que no era tal. Allí, en ese fondo la profunda cascada, antigua y nueva a la vez, luminosa y perfecta, reconstruida por la mano del hombre, moldeada a su imagen y semejanza, se mantenía como siempre, como antes, como mañana y pasado, en la orilla del camino.

Cerrado los ojos, sabía. Si los abría, estaría allí, se encontraría allí, en el escenario de la no función, en la performance del ensayo, buscando el martillo, el pájaro que picoteaba el cráneo, la consciencia. Se encontraría en medio de los instrumentos, de la limpieza, de la pregunta, del ensayo contínuo.

Quien maniobraba la bicicleta, quien inducía el camino, no miraba hacia atrás. Mirada fija en el horizonte fresco, ojos cerrados y fijos y sabiendo su propiedad ¿A quién cargaba en esa parrilla como pasajero ausente? ¿Era la niña callada y tranquila, confiada? ¿Era su responsabilidad?

La estrangulación es posible por un segundo que no es el eterno. Encenderá las luces, estrangulará el silencio oscuro. Era su responsabilidad.